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La anomalía, la perversión y la lujuria del poder

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Por Ernesto Bisclegia

La anomia, es sabido, consiste en la pérdida de conocimiento de la masa ciudadana del concepto de la norma. Es un proceso de degradación donde se va perdiendo la idea de autoridad, de respeto y valor de la ley mientras gana terreno un sentido anárquico y violento.

Varios son los factores que concurren para que esta situación suceda, el principal es la destrucción del sistema educativo a causa de gobiernos que no comprendieron que el mismo debía modificarse, adaptarse pero no destruirse.

Si bien la Argentina fue un país modelado desde las aulas con un criterio centralista, unitario, machista y de derecha, diría más, con cierto sesgo discriminador ya que hasta la Reforma Universitaria de 1918 impulsada por el radicalismo, el conocimiento estaba reservado sólo a ciertos sectores, también es verdad de que esa instrucción parió a la clase media, mezcla variopinta de criollos e inmigrantes, causante de una verdadera revolución social, económica y política.

Pensemos nada más que para el Centenario, luego del segundo Censo Nacional de 1895, sobre casi cuatro millones y medio de habitantes, un 52% era de condición inmigrante y dentro de ese cuadro, la comunidad italiana se llevaba las palmas, seguida de los españoles y demás. En la Buenos Aires de 1910, se calculaba que de cada cinco varones de dieciocho años, cuatro hablaban italiano.

Era necesario vender un país exitoso, basado en grandes glorias pasadas. Con apenas cien años frente a los miles que traían en las espaldas los inmigrantes, no se podía competir, de modo que la historia fue la herramienta política para producir un efecto social. De allí nacieron los héroes prístinos, impolutos como el mármol que los representaba, hombres superiores capaces de ir más allá de las limitaciones humanas.

Podría coincidirse en la superioridad de aquellos próceres, sobre todo la superioridad ética y moral, pero debemos denunciar que aquella fue una historia y una educación tendenciosa. Tampoco fue una educación libre ni para liberar. Por el contrario, la importante presencia de la Iglesia Católica en el proceso educativo argentino promovió un reduccionismo mental y orientó a la gran masa hacia la creencia en cuestiones que hoy se resuelven desde la razón y que resultan lisa y llanamente, mentiras.

Cien años duró aquella Ley 1420, sancionada bajo el gobierno de Julio Argentino Roca. Aquella Generación del 80 se había propuesto modelar un país y lo hizo como todas los grandes países en la segunda mitad del siglo XIX, a través de una reforma educativa.

Pero un siglo más tarde las cosas habían cambiado, el rector del mundo ya no era la Gran Bretaña sino los Estados Unidos, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, además de las grandes corporaciones económicas. La globalización comenzaba a florecer con su empeño en hacer del mundo no un “lugar más cercano, donde todos seamos próximos” sino una “aldea global” en el más estricto sentido del término: una aldea, un sitio subdesarrollado.

Para ese entonces en la Argentina gobernaba un peronista reconvertido en neoliberal a ultranza, Carlos Menem, quien hizo del Manual del Banco Mundial la “Guía Peuser” del poder y cuestiones de Estado como educación, salud, justicia, etc, dejaron de ser inversiones para convertirse en gasto; luego había que recortarlas.

La Ley Federal de Educación prometía mucho en el papel, pero en la realidad resultó un magnífico fracaso. Allí se abrió la puerta al desguace del sistema educativo, pues en el afán de alivianar el presupuesto, todo se hizo laxo y se mezclaron las materias de las ciencias sociales, de las áreas exactas y la lengua perdió la fuerza y el carácter de elementos de soberanía para fragmentarse en argot, todo apoyado con el uso y abuso de los medios electrónicos. En conclusión, los educandos comenzaron a aprender de todo, pero poco y mal enseñado.

A la debacle menemista le siguió el régimen kirchnerista que resultó una oda a la demagogia, al libertinaje como valor social y terminó invirtiendo la pirámide de valores sociales, de donde un semianalfabeto se convirtió en un sujeto preciado por su poca capacidad para razonar, su falta de juicio crítico que le impide discernir entre lo bueno y lo malo, todo lo cual lo convierte en un potencial y valioso votante.

El kirchnerismo vino con su propio librito: la Ley Federal de Educación, que volvía a poner todo en la misma bolsa del unitarismo y centralismo, pero destruyendo los conceptos de orden, disciplina y acatamiento. Así, el orden es represión, la autoridad es fascismo y acatamiento es una violación al derecho humano de hacer lo que a uno se le venga en gana.

De esta manera se destruyó el principio de autoridad del docente y aún de los mismos padres. La Patria  Herencia del Pater- fue reducida “al otro”, una entelequia maleable y los Padres de la Patria ultrajados, reducidos a dudosas condiciones de humanidad y rectitud. El caso del General Manuel Belgrano es paradigmático: se lo destituyó de su grado militar en un decreto donde sólo se lo menciona como abogado, se lo tachó de homosexual buscando justificar con un Prócer de la historia la liviandad y el relajo del matrimonio igualitario, mientras el Libertador San Martín era un masón con “vicios privados” y Julio Argentino Roca un vil genocida. Los mapuches que son chilenos fueron elevados a la estatura de numen de una raza extraña y la historia argentina perdió casi doscientos años, porque para el kirchnerismo la Argentina comenzó en el año 2003 y su “Guerra de la Independencia” se libró en los setenta del siglo XX, donde los montoneros en el monte triunfaron sobre el invasor tiránico que asesinó a millares de “jóvenes idealistas” que apenas habían cometido algún que otro asesinato, tomado algún cuartel o descuartizado a algunos argentinos con una bomba.

Así las cosas, la República Argentina, otrora contada entre los poderosos de la Tierra, hoy se orienta cada vez más hacia la conversión en una republiqueta donde sus habitantes se alejan del orden y la ley, donde sus funcionarios son venales y corruptos, donde la impunidad va suplantando a la justicia y ésta ya comienza a ejercitarse por mano propia, donde la violencia se pasea horonda por las calles, donde la religión es retirada de la vida de los ciudadanos y donde los colectivos que transitan a contramano del orden natural son enaltecidos y promocionados como algo normal y hasta deseable de llegar.

La lujuria ha ganado las calles, los despachos obispales, los gabinetes de funcionarios y también los hogares, porque donde no existe virtud, allí se empodera la lubricidad que lo erosiona todo y los ciudadanos terminaremos siendo sodomizados por los que juraron “cumplir fielmente” con la Constitución Nacional. Sin educación “En balde es cansarnos, nunca seremos más de lo que somos”, decía el General Belgrano. Lamentablemente, hoy por este camino, terminaremos siendo menos de lo que ya somos.

 

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Director

Eduardo Huaity González

Salvador® es una publicación de
Editorial ABC S.R.L.
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Salta, Argentina