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Alan Turing, inteligencia y bondad.

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El viejo soldado le dice al azorado novato: “¿Sabes?,  las ideas son pacíficas pero la historia es violenta…”. Es parte de una escena de la película Corazones de Acero con Brad Pitt interpretando a un aguerrido sargento aliado.

Por Gustavo Ítalo Yanicelli

Alan Turing no actuó en ningún film y tampoco tenía un corazón de acero pero estuvo en la guerra. En la Segunda Guerra Descomunal. Alan era un matemático brillante, absolutamente excepcional. No tenía el corazón de acero. Pero sí muchas ideas pacíficas. Pensaba mientras corría. Pensaba todo el tiempo. En su mente inventaba máquinas que no podían siquiera existir. Imaginaba y razonaba dilemas lógicos. Fue informático teórico, criptógrafo, estadístico, investigador sobre inteligencia artificial, profesor universitario y maratonista.

Pero sobre todo Alan era una persona buena. Un buen ser humano. Lo suficientemente bueno como para no poder tener un corazón de acero.  Eso fue el sino de su vida: no resistió la maldad de su tiempo pero nos legó la obra de su bondad.

En 1939 Alan fue citado al Servicio Británico de Descifrado. Una organización ultrasecreta del Reino Unido que tenía su cuartel general en Bletchley Parck, una instalación militar en Buckinghamshire, a unos 80 kilómetros al norte de Londres. El gobierno necesitaba que de alguna manera obtuvieran los científicos convocados un método eficaz para descifrar los mensajes que los alemanes enviaban y recibían a través del uso de una máquina para tal fin llamada Enigma.

Enigma era un equipo de encriptado que utilizaban los alemanes y las fuerzas del Eje para comunicarse entre sí. Las fuerzas militares y de inteligencia se desplegaban a una velocidad impresionante  por el mundo llevando la maldad del invasor. Los submarinos alemanes ocupaban posiciones en el Atlántico Norte mortificando el puente marítimo de suministro de los aliados. Invadían Polonia y después Francia y el norte de África. El mal absoluto se había organizado en una maquinaria  militar letal, tremenda, veloz, feroz y contundente.

Decenas de miles de barcos, submarinos, aviones, batallones, comandos, transportes, trenes, fabricas, laboratorios y oficinas gubernativas estaban comunicadas de forma encriptada por la maquina Enigma. Si bien se podían interferir las comunicaciones no podían los aliados entender lo que el enemigo decía. Solo capturaban una sucesión misteriosa y siniestra de sonidos cortos y largos que arrogaban letras y números en morse pero que nada significaban al lector.

Las órdenes y los informes de los alemanes iban y venían por los cables telegráficos y por señales de radio en clave morse pero incomprensibles por estar cifrados. Romper el secreto era una necesidad desesperante, angustiante. Adivinar la intención de la bestia significaba su destrucción. Para aniquilar al mal había que anticiparse a su voluntad. Escrutar en sus entrañas malignas. Indagar es sus nervios.

El Servicio Británico puso a trabajar a los mejores cerebros del reino y sus aliados. No solo a los mejores matemáticos y lógicos sino también a jugadores de póker, especialistas en crucigramas y rompecabezas  y hasta videntes y espiritistas. Así de urgidos estaban. Así de desesperados. Intentos hubo muchísimos y a cada uno su correspondiente fracaso.

Fue Alan Turing el que concibió la idea que aniquiló la máquina Enigma. Creó y construyó una maquina capaz de vencer a otra máquina. La llamó Bombe. “Bombe contra Enigma”. Un dispositivo que jamás antes la humanidad había creado. Nunca las guerras habían tenido un campo de batalla tan abstracto y terrible.

En 1943 Bombe descifraba alrededor de 84.000 mensajes alemanes por mes. El mal estaba herido de muerte. La inteligencia y la bondad se habían reunido en Alan para dar fin al mal de todos los males.

Usted ya conoce el final. La maldad absoluta fue derrotada. Dicen los economistas, demógrafos y especialistas militares que el desarrollo de Alan significó acortar la guerra unos 3 años y la humanidad ahorró una cifra imprecisa de muertes de entre 12 a 18 millones de personas. La mayoría civiles. Ese fue Alan Turing, el bueno.

Recuerde que estamos hablando de un científico trabajando en secreto para una organización secreta en tiempos de guerra. Es decir, nadie tenía idea de que Alan era un héroe. Un bueno entre los buenos. Nadie sabía lo que Turing había hecho, lo que había logrado.

Ala Turing era homosexual. Tenía un amante, Arnold Murray. Un cómplice de este entró a la casa de Alan a robarle. Alan, naturalmente, lo denunció a la policía. En la investigación Alan reconoció ante la policía su condición de homosexual. En consecuencia le imputaron cargos por “indecencia grave y perversión sexual”. Si, a Alan Turing, el bueno.

Alan no quiso disculparse, pues no tenía porque. No se defendió de los cargos y fue condenado. La sentencia del tribunal  le daba una opción: o iba a prisión o debía someterse a castración química. A Alan Turing, el héroe.

Eligio las inyecciones que en un año aproximadamente destruyeron su salud por completo. A dos años de la sentencia fallecería por ingerir una manzana con cianuro, solo un bocado y murió. Su familia, pudorosa, sostuvo que fue un accidente. El gobierno, pudoroso, no dijo nada. Lo cierto que Alan Turing murió sin reconocimiento alguno, humillado, condenado, solo y envenenado. Así murió Alan Turing.

Pasaron los años y su obra fue haciéndose cada vez más evidente. Su holocausto también. Todas las empresas de la industria digital y todos los centros de investigación, desarrollo y enseñanza de matemáticas, lógica, informática, computación e inteligencia artificial del mundo lo tienen presente y saben del impresionante legado intelectual de su labor. Un gigante que con los años aún crece y lo seguirá haciendo.

Alan Turing fue necesario para ganar aquella guerra atroz y maldita. Y también fue imprescindible para que la humanidad pudiera acometer la revolución digital de nuestros días.

Alan, en justicia, inspiró películas, libros, canciones y pinturas. También estatuas, premiaciones y homenajes. Y eso está muy bien.

50 años después de su muerte, horrible, las autoridades Británicas pidieron disculpas. No sé si se puede concebir algo moralmente tan vacuo como eso. Pero en fin, así están las cosas en este planeta. Lo cierto es que en Alan Turing la bondad iba de la mano de su inteligencia. Y yo sospecho que algo de eso nos está pidiendo el mundo ahora.

Gracias Alan.

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Director

Eduardo Huaity González

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Salta, Argentina